martes, 19 de octubre de 2010

Diario

Siempre regreso cuando pierdo algo. Las hojas secas me impiden hallar las llaves que perdí bajo aquel viejo árbol. Al fin las encuentro, y me espera el sórdido quejido de la casa: tan sola, tan mía. Camino, me dejo llevar hacia el armario. Lo contemplo. Dentro de las fotografías viejas reconozco a mi madre y a los amigos de la niñez. La felicidad había comenzado. De vuelta a la realidad, me esperan los deberes. Procrastino: estoy cansada, como antes, como siempre. Decido soñar, y tras mis sueños se vuelcan imágenes arquetípicas de índole místico que confunden y aquejan mi agonizante cordura. Decido despertar. Ya es de noche, veo una estrella, creo que es Venus porque está junto a la luna menguante. Pido un deseo. Cierro la ventana. Cojo una pera de agua, me alimento. Abro la ventana. Fumo. El viento se lleva el humo, las ideas incoherentes, los sueños frustrados y una docena de neuronas. Canto. Cierro los ojos y viajo al mundo efímero de las notas musicales, de las sensaciones absolutas. Lloro, mis recuerdos afloran desde ese mundo efímero. Río, hay recuerdos buenos. Saludo a mi buena suerte con una sonrisa sarcástica, no le reclamo porque es majadera y bochinchera. Justifico. Añoro. Me resigno. Veo al resto del mundo, apurado, sonriente, olvidándose de sí. Suspiro. Se fue la cordura. Fugó la inspiración. Nació la locura. Leo los periódicos y veo Macondo, qué razón tenías, Borges. Anhelo. Deseo. Cruzo las piernas para protegerme de las malas costumbres. Sujeto mi cabello. Escribo, desfogo. Saludo a la lucidez.

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